Antonio Fernández Medina
Nací en Vélez-Málaga. Mi padre falleció muy pronto, así que me crié solo con mi madre. Desde niño tuve que enfrentarme a una vida difícil, marcada por la necesidad. A una edad temprana, me vi obligado a dedicarme al contrabando de tabaco. En mi familia todos éramos comunistas y ateos, así que tuvimos problemas durante el régimen de Franco.
De joven me fui a vivir a Peñafiel, Valladolid, con un tío mío. Allí empecé a ganarme la vida montado en bicicleta, vendiendo por los pueblos. Siempre me gustó mucho andar en bici, y solía salir con dos amigos: Anastasio y José López Cantero. José era del Opus Dei y me insistía en que fuera con él a la Iglesia Católica. Pero cada vez que me hablaban de Dios, yo salía corriendo; no quería saber nada. Además, me hablaron mal de los protestantes, llamándolos herejes, lo cual reforzó mi rechazo general hacia la religión.
En aquella época tenía mi novia en Sevilla. En uno de mis viajes para visitarla, subí a un autobús vacío, y luego subió un joven que me preguntó por la calle Luis Montoro, donde, según él, había una iglesia evangélica. Hablamos un rato, le acompañé y conocí al pastor. Mientras conversábamos, les pregunté por qué no creían en la Virgen. Me sorprendió que sí creyeran en ella, como una mujer fiel, elegida por Dios para ser la madre de Jesús. A partir de ahí, el joven y yo mantuvimos contacto por carta. Él se dedicaba a vender bolsos y me ofreció algunos para revender, y en uno de sus envíos me incluyó un Nuevo Testamento y me indicó dónde estaba la iglesia evangélica en Valladolid. Recuerdo que una mujer, al verme leyéndolo, me dijo: “¡Tíralo!”, pero no le hice caso. Algo en mí ya estaba empezando a cambiar.
Más adelante me casé. Parte de la familia de mi esposa se había ido a trabajar a San Sadurní, cerca de Barcelona, y nos animaron a mudarnos allí. Yo me dediqué a vender a los compañeros de la fábrica donde trabajaban mis cuñadas, trayendo productos desde Valladolid: quesos, garbanzos y otras cosas. Durante años mantuve ese trabajo, hasta que salieron unas oposiciones para un banco. Queríamos que mi cuñado se presentara, pero le daba vergüenza, así que me presenté yo para acompañarle. Curiosamente, gran parte del examen trataba sobre la provincia de Valladolid, que yo conocía como la palma de mi mano por mis recorridos en bicicleta. El resultado fue que aprobé yo y él no.
Aquello fue un giro inesperado en mi vida. Pensé: “¿Y ahora qué hago?”. En aquella época, ese trabajo era muy valorado. Me trasladé a Igualada para trabajar en el banco, pero por las tardes seguía yendo a San Sadurní (a 32 km) para atender a mis clientas.
En Igualada vivía mi primo Enrique, y resultó que era creyente. Me hablaba a menudo de Dios y de la iglesia, y un día me regaló una Biblia. Le dije que no creía, pero por compromiso fui a la iglesia... pensando en reírme de ellos. Empecé a ir varias veces, aunque solo entre semana y de noche, llevando la Biblia escondida. En una de esas reuniones vino un predicador de Barcelona. Mientras le escuchaba, pensaba: “¡Qué tonterías dice! Aquí no vuelvo”. Pero en ese mismo momento me puse a llorar, y me levanté dando testimonio de haber creído en Jesucristo.
Después hablaron conmigo, oraron, y salí de allí con la convicción de ser un hombre nuevo, perdonado y salvado. Desde entonces asistía a todas las reuniones, llevaba a mis hijos a la Escuela Dominical y a mi mujer cuando ella quería acompañarnos.
A partir de entonces, no he cesado de hablar de mi Señor. Lo comparto con mi familia, mis clientes, compañeros de trabajo, y con cualquiera que se cruce en mi camino. Confío en que Dios tocará muchas almas, como tocó la mía, para que conozcan a Jesús como su Salvador.
Yo, Agustín Vaquero (el que recopila estos testimonios), conocí a Antonio en la iglesia de Igualada poco después de su conversión. Como no conocía a nadie más que a la familia del pastor, solía acompañarlo los sábados para atender su negocio, una actividad que le ayudaba a sostener su familia mientras trabajaba en el banco. Al ver mi buen trato con las clientas, Antonio me ofreció trabajar con él, ya que solo podía atender por las tardes. Tenía un chico en Igualada y una chica en San Sadurní que cobraban, pero solo los sábados. Les preguntamos si me cedían el trabajo y aceptaron. Así que asumí la gestión completa: compras, ventas, cobros… todo.
Para ampliar el negocio, comencé a hacer mercadillos con productos en oferta, lo que me permitía conocer a más gente y ofrecerles ventas a plazos directamente en sus casas. Cuando le vendía a una mujer, aprovechaba para preguntar por su familia o sus vecinas, buscando nuevos clientes entre su entorno más cercano. El negocio crecía y requería dedicación total. Teníamos un almacén. Como al principio no me podía pagar mucho, me mudé allí para ahorrar en pensión, comía fuera y me preparaba el desayuno y la cena.
Durante un par de años, antes de ir al banco, Antonio pasaba por el almacén. Compartíamos un tiempo de lectura bíblica y oración, que nos fortalecía espiritualmente y estrechaba aún más nuestra relación. Luego él se iba a trabajar (1) y yo descansaba un poco antes de comenzar la jornada visitando clientes.
Nuestra relación siempre fue extraordinaria. Nos teníamos una confianza absoluta. Yo mismo cobraba mi sueldo directamente de lo recaudado, y si un día no lo hacía, él me llamaba para recordármelo. Recuerdo una vez que le dije que necesitaba ganar más porque me había casado, y su respuesta fue: “¡Porque eres tonto! Coge lo que creas conveniente”. Esa libertad y confianza marcaron profundamente nuestra forma de trabajar.
Con el tiempo, el negocio creció tanto que ya no podía atenderlo solo. Aunque sus hijos me ayudaban, propuse a Antonio contratar a alguien más. Él propuso repartir el negocio a medias: una parte para él y sus hijos, y otra para mí. Así lo hicimos, compartiendo el almacén durante dos años mientras yo le pagaba lo correspondiente por mi parte. Cuando me jubilé, volví a hablar con Antonio y con su hijo Chicho, que entonces ya llevaba el negocio. Repetimos el proceso: ellos se quedaron con mi parte y me la fueron pagando poco a poco.
Para terminar, quiero decir que Antonio es un evangelista nato. Dondequiera que va, habla de su fe y explica cómo Dios amó al mundo dando a su Hijo para morir por nuestros pecados. Su testimonio ha llevado a muchos a conocer al Señor, y oramos para que Dios siga dando mucho fruto a través de su vida y su fidelidad.
Agustín Vaquero
(1) A veces lo acompaba Benjamín Martín.