La señora María

La señora María había sido una mujer fuerte toda su vida. Se casó con un hombre manso que la dejaba tener toda la razón solo para no luchar. Únicamente tuvo una hija que se resistía a que su madre tomara control de su vida como lo hacía con la de otros.

La señora María nunca había querido saber nada de Dios. Eso era para los débiles, para los que necesitaban una muleta que les ayudara a caminar por los desafíos de la vida. Ella podía con todo, nadie se atrevía a hacerle frente. Al menos esa era la fachada con la que vivió esta mujer hasta casi los últimos momentos de su vida.

Hay quien piensa que aquellos que se han pasado la vida diciendo que no a Dios ya no tienen esperanza de encontrarse con él, pero esta mujer es un ejemplo que desmiente esa idea. María llegó a conocer a Dios solo unos días antes de morir.

María se quedó viuda, pero nunca quiso que nadie le organizara la vida. A pesar de que seguramente sintió la soledad que conllevó la partida de su marido, se embarcó en un montón de actividades que ocupaban su tiempo y le impedían pensar. No era raro verla por la calle con su esterilla de yoga o yendo a jugar a las cartas después de comer.

Un día María se puso muy enferma con lo que parecía una mala gripe. Después de cansarse de ir y volver a su casa, la hija decidió llevarla con ella para poder cuidarla más de cerca y poder estar segura de que estaba bien. Estuvo solo unas semanas allí, pero fueron suficientes para probar la paciencia de su hija y su yerno.

María no soportaba que le dijeran lo que tenía que hacer. No le gustaba ver a su hija leyendo la Biblia o escuchando música cristiana. Para ella eso eran ñoñerías y maneras de desperdiciar su tiempo y su energía. María no tenía pelos en la lengua y por eso no dejaba de decirle a su hija que no era más que una beata sin cabeza que no hacía más que perder el tiempo con bobadas.

Aún recuerdo el día en que su hija nos pidió oración en nuestro grupo de estudio bíblico porque la situación ya había llegado a un límite y, como María se encontraba mejor, iban a devolverla a su casa al día siguiente, a pesar de que su hija tenía muchos reparos en dejarla sola.

Ese día, un viernes por la mañana, al cruzar una de las calles de nuestra ciudad, me encontré a la hija de María que iba con su marido en el coche a toda velocidad. Paró un minuto para pedirme oración porque su madre se había caído en casa con una mujer que habían contratado para echarle una mano, y la llevaban al hospital. Al parecer le había dado un ictus y estaba muy mal.

Esa noche, mi marido y yo fuimos a visitarla al hospital. Cuando llegamos había varias personas allí y María yacía en la cama sin fuerzas y apenas consciente. Mientras mi marido hablaba con la familia y las visitas, tuve la oportunidad de acercarme a María y compartir con ella el evangelio brevemente. Le pedí permiso para orar por ella y me lo dio con una voz suave y sin reparos. Después de orar por ella le pregunté si quería pedir a Dios perdón por sus pecados y dejar que Jesús fuera su Salvador y para mi sorpresa dijo que sí. María, la mujer independiente y sin necesidad de nadie, se rindió a Dios aquella noche, quizás a la fuerza, o tal vez porque ya no le quedaba ninguna.

Nadie esperaba que María sobreviviera la noche, pero para nuestra sorpresa, fue recuperándose poco a poco. Recuperó las fuerzas y la consciencia, pero de alguna forma, María nunca volvió a ser la misma.

Nos dejaba hablar con ella de Dios y lo recibía con gratitud. Podíamos orar por ella sin oposición y hasta se notaban atisbos de gozo en sus palabras.

Recuerdo que en una de las conversaciones que tuvimos con ella esos días en el hospital, le comentaba la bendición que había sido para nosotros verla pasar de no creer en Dios, a abrazar la salvación que Dios ofrecía en Cristo Jesús. María me corrigió rápidamente diciendo que ella siempre había creído en Dios. “¿Cómo no iba a creer, me dijo, después de la experiencia que tuve en una ocasión en mi casa?” Fue entonces cuando nos relató que había tenido una de esas experiencias extracorpóreas de las que algunas personas hablan. Nos dijo que una vez se había caído en su casa y que se dio tal golpe que perdió el sentido. De repente se vio tendida en el suelo mientras ella se miraba desde lo alto. No voy a entrar en lo que eso significa, ni en intentar explicar lo que pasó; de lo que no me queda duda es de que esta mujer descubrió la esperanza que le ofrecía Jesús por su muerte y resurrección y en esa esperanza partió.

Después de una semana, el personal del hospital dijo que María no podía seguir allí porque ya no podían hacer más por ella. Aunque se había recuperado mucho, ahora iba a necesitar ayuda para todo. Decidieron que le darían el alta al día siguiente para que la familia tuviera tiempo de preparar la casa y buscar a alguien que se quedara con ella. Pero esa noche, sin saber por qué, María empeoró de repente y se fue a casa con el Señor mientras su hija le sostenía la mano. Dios no permitió que tuviera que sufrir más, pero sí nos dio la oportunidad de ser testigos del cambio que había ocurrido en su vida.

Bendita gracia del Señor, que a un pecador salvó.

Ada Vaquero


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