Sebastiana Hernández López

Todo comenzó gracias a Joaquina, mi compañera de trabajo. Ambas trabajábamos en una fábrica de telares en Igualada y cuando se iba la luz y paraban las máquinas, ella siempre compartía conmigo lo que creía. Hasta entonces yo había ido alguna vez a una iglesia cristiana evangélica en Crra. Manresa y me gustaba mucho, pero mi marido enfermó y ya no pude volver.

La primera biblia que tuve me la regaló Joaquina. Sin embargo, en el momento en el que me la regaló, en lugar de quedármela yo, se la presté a mis hijos porque pensé que ellos la necesitaban más. De hecho, al cabo de tres o cuatro meses me dijeron que sí la habían leído y que les había hecho bien, que estaban mejor, y yo me alegré muchísimo. Se lo conté a Joaquina, y como confiaba en ella, le conté también que aún necesitaban ayuda. Joaquina, que conocía a Agustín, le pidió ayuda por mi parte, y él aceptó.

Un día Agustín fue a visitar a mi hijo Joaquín y su esposa Calamanda. Acababan de tener un hijo y comprendían que no podían seguir viviendo como lo hacían, así que estaban interesados en cambiar de vida. Fue un milagro que en poco tiempo entregaran sus vidas a Cristo.

En cuanto al testimonio de mi marido, también es un milagro. Los últimos meses de su vida estaba muy enfermo y ciego. Muchas veces le oí hablar en su cama: “Señor, si he hecho cosas malas ¡Perdóname Señor!” Y yo entraba y le preguntaba: “¿qué te pasa Alfonso?” Y él me preguntaba: “¿Te he hecho cosas malas?” Mi marido comprendió lo que Joaquina compartía con nosotros casi a diario: que era pecador y necesitaba a Jesucristo como su Salvador, que Jesús le amaba y había muerto por él. ¡Estoy convencida de que ahora está con el Señor!

Cuando mi marido murió, empecé a tener más contacto con mi amiga Joaquina y con la iglesia. Durante las vacaciones siempre intentaba apuntarme a las actividades y tenía previsto ir con José y Joaquina a Piedralaves, a un campamento cristiano. Sin embargo, ese año justo antes de las vacaciones me caí y me rompí el brazo y la clavícula. ¡Me dolía todo el cuerpo!. Sin embargo, a la mañana siguiente, me levanté diciendo: “¡De dolores nada! Cristo sufrió más por mí, ¡Él tuvo más dolores que yo!” Aquello fue un milagro, ya me podía vestir sola, a veces me parecía que no tenía nada roto, aunque tenía el cuerpo resentido, y al final pude ir con ellos a Piedralaves.

Allí conocí a muchos hermanos en la fe pero destacó Luis Miguel. Este, cuando se enteró que yo estaba muy interesada en la fe, no paró de “perseguirme” para que aceptara al Señor y diera testimonio. Cuando volvimos a casa, seguí sus instrucciones y me arrodillé en una alfombra y le pedí al Señor que ordenara mi vida. En ese momento, perdí el equilibrio, la alfombra se resbaló y quedé medio torcida en el suelo, pero escuché claramente: “¡Claro que te perdono!” El Señor solo estaba esperando a que yo le aceptara y ordenara mi vida. En ese momento encontré lo que hoy tengo: al Señor.


Hoy en día doy gracias a Dios que tengo lo suficiente para vivir, no envidio a nadie, deseo el bien de todo el mundo y tengo el privilegio de compartir lo que el Señor ha hecho en mi vida.

Deseo que mis hijos sigan siendo de ejemplo a mis nietos, y que mi otro hijo Alfonso con su esposa e hijos también puedan buscar y hallar lo que hace felices a las personas: el Señor vivo y verdadero, que mora en los cielos, atiende nuestras peticiones y contesta conforme a la fe de cada uno.

Que Dios los bendiga a todos. Amén.

“Y cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, le crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” - Lucas 23:33-34

Testimonio de Sebastiana, escrito por Agustín Vaquero.